Por Pablo Baeza C.
En los últimos 20 años la forma de relacionarse de las empresas evolucionó positivamente en todas sus áreas. Para las comunicaciones corporativas no ha sido la excepción y este reajuste se orienta cada vez más a asumir que las empresas son un actor profundamente involucrado con sus stakeholders, territorio y ecosistemas, más allá de meras relaciones industriales y comerciales.
Es válido preguntarse si la generación de estos vínculos trae beneficios éticos para las empresas y las comunidades cercanas. La respuesta la podemos encontrar en ejemplos concretos y exitosos, como el caso peruano de los “Comités de Monitoreo y Vigilancia Ambiental Participativos”, organismos de coordinación para evaluar, verificar y fiscalizar los impactos ambientales que vinculan a organizaciones de la sociedad civil, sector minero, comunidades e instituciones en una relación simétrica.
Las comunicaciones corporativas han tenido la responsabilidad de generar las condiciones sociales, culturales y organizacionales para facilitar el diálogo simétrico dentro del territorio, compartiendo el conocimiento tanto de la comunidad como del privado, haciéndose parte como vecino. Este vínculo facilita las experiencias socioambientales participativas, colaborativas, de autodeterminación y protección del medio ambiente.
La relación entre instituciones, comunidades y organizaciones ayuda a mejorar la reputación e identidad de las empresas, bajando los índices de conflictividad. Para las comunidades significa un reconocimiento concreto a su dignidad, alejando el asistencialismo y la caridad para dar paso a la colaboración y el trabajo conjunto en favor del territorio.
Este tipo de relación empresa-comunidad-ambiente permite superar el paradigma win-win para dar paso al win-win-win, dignificando a las personas involucradas y su entorno en este vínculo de mutuo beneficio.